viernes, 28 de marzo de 2008

***
CITA CON UNA DAMA o LA SIGUIENTE JUGADA DE DIOS
Pasé gran parte de la semana rodando por las carreteras. De nuevo, trabajaba para mi padre. Al sexto día de trayecto me encontraba en Bogotá, haciendo lo mismo que he estado durante años. Madrugar, conducir, pensar, desvelarme, joderme la cintura y los riñones, esperar a que las horas pasen para llegar a un destino –el cual, básicamente era ningún lugar– y entretanto seguir pensando.
Una vez en la ciudad capital fui a un lugar al que usualmente frecuentaba para revisar mi correo electrónico. Sólo por matar el tiempo. Trabaja en él una chica bastante simpática. Saludó, jovial, radiante, feliz. Me alegré por ella. A veces, o por lo general siento envidia de la gente feliz, porque no logro comprender dónde o en qué reside su felicidad. Quizá sea algo auto-impuesto y por ende, evidente. Pero en este caso aquella chica emanaba naturalidad. Entonces, cuando logras percibir eso de alguien, no tienes más que sentirte bien. Además, al despedirse soltó un beso al aire. Casi no lo pude creer. Era más de lo podía esperarse. Hacía nueve meses no tenía un contacto tan cercano con una mujer que no fuese mi madre o mi hermana. Me seguían agradando las mujeres, pero no quería pasar por el abandono y la pena de nuevo. Mi chica se había ido, no porque fuera una mala mujer. Se había ido porque el destino se empeñaba en tocarme los cojones y Dios no estaba por ninguna parte. Teóricamente asumo que Dios me dio un fabuloso helado de vainilla y seguidamente lanzó sobre mí una horrible y tempestuosa ventisca, que hizo que este se cayera en un montón de arena desierta. Y no conforme con ello, nubló mis ojos de gránulos secos y penetrantes. Un minuto de esperanza por cada dos o tres eternidades de desdicha. Más otras cuatro o seis planteándote la cuestión fundamental: ¿Dios, qué coño te pasa?
A la mañana siguiente emprendí de nuevo la marcha, intentado dormir un poco, a la espera de mi turno al volante. Y como insisto, Dios no aparecía. Ni siquiera de madrugada. Ni madrugándole. Así que a las cuatro de la mañana mi padre encendía la radio para escuchar las noticias. Una mierda reiterada que no hacía más que repetirse, hora, tras hora, principalmente porque, si dejabas de prestar atención a toda aquella logorrea, comprendías que usualmente a las cuatro de la mañana no pasa nada del otro mundo. Ni a las cuatro de la tarde ni ayer ni nunca. Pero existe esa necesidad de HABLAR de lo que ocurre, de tener la certeza de informar, de estar informado. Estar informado en un país tercermundista en el cual –entre otras barbaries– todavía se apela a la circunscripción de la iglesia católica hasta para tirarse un pedo, no significa otra cosa más que estar jodidamente sometido por unos gobernantes que hacen uso de sus propios medios para alimentar sus propios egos y hacerte creer lo bueno que han sido, son y serán contigo como ciudadano. Y una mierda.
Y como la vida es cruel, sobretodo en la mañana, una vez escuchado el sagrado cacareo de todos estos hijos de puta, mi padre enciende la tele portátil del auto. La misa del padre Chucho. Maldita sea. Padre Chucho, mis bolas. Y Jota Mario. Nadie imagina cuánto daño provoca ver, o escuchar estas atrocidades. No han pasado tres horas y es para darse por vencido. Oh, Dios de los cielos, algún día de estos te escribiré:
Querido Dios.
Sé perfectamente que no me quieres. Eso implica que no te importo.
Está bien, no te culpo por ello. Pero si no me quieres, ¿porqué no paras de joderme?...
Tuyo, hasta la eternidad
John B.
Por supuesto, desperté malhumorado y maltrecho. Con una erección notoria y vergonzosa. Quizá mi padre pensaría que mis sueños eran verdaderas antologías pornográficas. Pero nada había de sexual en mis sueños. Tan sólo cientos y cientos de pasajes angustiosos. Una casa fría y desolada. Lágrimas en un cuarto húmedo, contemplando un triciclo oxidado. Pesadillas que me recordaban aquella prolongada y estéril infancia. La finca de mis abuelos, en la que pasaba un mes de vacaciones escolares enfermo de fiebre y picaduras de bichos, y chamanes rezándome las bolas, quienes usualmente se inflamaban. Y toda la familia observándome allí, desnudo, incapaz de hacer cualquier cosa. Y mis primos burlándose de mis bolas enfermas… en fin. Dios se aparecía en mis sueños, diciendo: “Oye, mira: estoy aquí”.
Volviendo a lo de la erección, era más bien un asunto de la biología matutina. En todo caso llevaba nueve meses sin echar un polvo. No estaba dentro de mis planes. No obstante, en ciertas ocasiones sentía una vaga sensación de deseo. Entonces me resolví. Al llegar a Medellín comenté acerca de ello con un taxista.
–¿Nueve meses? ¡Dios santo! –dijo.
Con frecuencia se menciona a Dios en estos casos.
–Conozco a una dama. –dijo. Tiene dos hijos, y esposo, pero necesita el dinero. Sabe atender bien a sus clientes. Es algo baja de estatura pero está bien conservadita…
Me dio un número. Su nombre es Dayanna. Se me ocurrió sospechoso aquel nombre. Lo hacía por quince billetes, según el taxista. Otro dato sospechoso. Abandoné la idea de Dayanna y mis quince de mil.
Al llegar a casa –en un tercer piso– instalé una línea de Internet proveniente del primero. Un servicio compartido. Fácil. Si el tipo del primero se encontraba en casa, nada qué hacer. Y si no estaba, podía conectarme. El tipo tenía un trabajo y estudiaba y yo tenía un trabajo ciertamente ocasional y no estudiaba. Permanecía semanas enteras encerrado en mi cuarto, pensando, esperando, masturbándome la conciencia. Por lo pronto no había nada afuera que me resultara agradable. Había enloquecido meses atrás y posteriormente había caído en la mar de la depresión. Ahora sólo me quedaba contemplar a lo lejos mi helado de vainilla derritiéndose bajo el sol canicular. Y qué coño. A Dios se le hace divertido. Quizás hablaba de ello mientras bebía, o hacía milagros o se rascaba el culo. Al respecto tendré que escribirle otra carta:
Querido Dios
He visto al Diablo. Se me apareció en una película de abogados. Su nombre es Al Pacino.
Es un hombre fabuloso. Por mucho, mejor que tu padre Chucho.
Ojalá y el buen demonio no se enoje conmigo por tan humillante comparación.
ahora dime: ¿Qué vas a hacer? Sé que eres bueno con eso de las enfermedades.
¿Qué tal un cáncer? Bien, piénsalo. El tiempo pasa. Quédate con tu helado.
Hasta pronto. Por cierto, no te vueles los sesos.
PD: Hazle un favor a nuestro presidente: Unas cuantas lecciones de pronunciación.
A nadie le viene mal aprender a hablar.
Tras algunas horas de vagar por la red encontré a la chica adecuada. Preparé un café, tomé un baño concienzudo y escuché algo de música. Me afeité y me corté el pelo. En cierto modo estaba entusiasmado con la idea de mi chica de setenta y cinco minutos y tarifa estándar. Tuve tiempo de ojear un libro de Fernando González. Bajé al centro y compré un porro, al que le di un par de caladas. No podía fumar más. Mi salud no lo permitía. Más bien Dios no lo permitía. Pero el ser humano necesita alejarse un poco de la sobria realidad. De lo contrario sería imposible levantarse cada mañana. Y la gente sobria necesita de nosotros, los desesperados, los desarraigados, los idiotas idealistas, los inadaptados. Funciona para negar sus propias desgracias y sustentar su lucidez. Aún así, es una pena que la mayoría ni siquiera pueda enloquecer.
Mi chica se hizo esperar. Es así como actúan las mujeres. Aún habiendo dinero de por medio y se hacen de rogar. Una verdadera dama. Entré a esperarla en un bar mientras bebía una cerveza. Tampoco podía beber. Según el psiquiatra mis expectativas con el alcohol y las drogas deberían irse a la mierda: Media copa de vino –o en su defecto una cerveza– y un porro al mes, toda vez que me recupere. Y tras un año la recuperación no llegaba. Bien, otro de los chistecitos del todopoderoso…
Aquel bar me resultaba familiar. Recordé a un par de chicas con las que bebía ríos enteros de cerveza. A las dos las amaba, en cierto modo porque estaban fuera de sí. También recordé a mi chica, con la que bebía vino en el bar de enseguida. Aquellas mujeres fueron lo mejor de la vida. Pero nada de ello había en el presente. Tan solo un par de sillas desocupadas y distantes, y una grotesca melancolía por los “viejos tiempos”. Lo que quiere decir que te sientes envejecido y apaleado. Quise llorar un poco pero las lágrimas no aparecieron. Y salí en busca de mi polvo de las siete cuarenta de la noche.
Se trataba de una morena de lo más completo. El bisturí cumplió con su tarea. Y ella cumplió con la suya. Pero todo era muy diferente. Llevaba en el alma la memoria de aquel cuerpo que tanto amaba. Y era difícil de olvidar. La cosa duró unos cuarenta minutos. Tal vez el masaje que precedió la faena fue lo que valió realmente la pena. Por primera vez en mucho tiempo me sentí desagobiado.
Nos despedimos con besos y abrazos. Cené en un cochambroso restaurante y me fui a casa, a esperar la siguiente jugada de Dios.
Y mi respectiva respuesta.
JOHN BOTHIA
Medellín

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Es grato encontrar tan deprimentes y llenas de lugares comunes visiones de jóvenes con algo qué decir, aunque no bien dicho; por ejemplo, no sé que hace la palabra coño en el vocabulario de un colombiano. Espero que sigan mostrando, porque considero que hay bastante y que le den un espacio a Javier Moyano, ese tipo siempre resulta colgándoles cosas en comentarios.

Anónimo dijo...

JAVIER PRESIDENTE

No, es una broma.

Larry dijo...

So carajo! Javier Presidente, qué más podría pasar...