miércoles, 19 de marzo de 2008

EL AUTÓGRAFO COLOMBIANO
Lo peor del amor es cuando pasa,
cuando al punto final de los finales
no le quedan dos puntos suspensivos
Joaquín Sabina
Lo peor del amor

Los cuentos de amor son cuentos sobre cualquier cosa, cualquier cosa en el mundo, en el infinito, en el universo, más allá, o aquí en la esquina, en cualquier lugar visible o no, está invadido con la enfermedad humana del amor. Digamos que este es también un cuento de amor, aunque para serlo tiene pocas de las estructuras de las que hablan los “maestros” pero como no lo mandaré a ningún concurso y seguramente usted hipócrita lector, mi amigo lo leerá con el afán y la displicencia que caracteriza la vida humano-colombiana, me tomaré la licencia de escribir este NO cuento, de NO amor.
Esa frase de los puntos suspensivos de Sabina me da vueltas todo el tiempo, no se si es una buena frase, o un contentillo de los que son o hemos sido abandonados, no sé cómo debo tomarla, pero la repito como oración, al igual que otras tantas, digamos que nunca he sabido que es lo mejor con el sentimiento, pero ahora tengo los suspensivos tatuados en mi espalda, no se trata de las iniciales de alguna conquista martilladas con aguja y tinta china en mi mano como es costumbre en los barrios altos donde viven las clases bajas, ni estuve viajando en un barco por el caribe y la fiebre marinera me impulsó a dibujar sobre mi piel algún recuerdo de algún puerto lejano, ni estuve unos meses en prisión, ni son mis amigos una pandilla de harlistas consagrados a la carretera, de hecho todos, tomamos siempre el servicio público, y el viernes en la noche (de las velitas) de camino a esa rutina, entrados en copas y risas, bajábamos por la calle 27 con tercera, de ese barrio bonito que es La Macarena, hablando de cosas habituales, inútiles, muy de nosotros, un poco de mujeres, otro poco de los últimos discos de nuestras bandas favoritas.
Fabián, Darwin, Mario, Luis, y yo caminábamos a relativa distancia, en parejas, a veces, y al paso de algo que llamara nuestra atención nos uníamos para conversar sobre el hecho o la persona que hubiera atraído nuestra curiosidad, la noche se había portado bien, lo que significa que aun estábamos todos vivos y completos.
Llegando a la carrera quinta yo venía caminando solo, recordando un par de restaurantes donde hace un año pasé alegres momentos con mi amiga Elvia, mientras Fabián, Darwin, y Luis estaban unos 50 metros atrás mío, Mario por su parte caminaba muy adelante.
En la esquina de la quinta apareció una pareja de jóvenes, que caminaba en sentido contrario al mío, al nuestro. Venían discutiendo, él le golpeaba, ella lo esquivaba, él se le lanzaba encima una vez más, el habitual forcejeo de una pareja de novios, la relación típica colombiana, trago, viernes, discusión, malos tratos, y en fin, la cadena alimenticia completando su ciclo de inefable violencia. Cuando pasaron a unos metros míos, yo que tengo algún complejo de velar por los intereses de los menos favorecidos, alcé mi voz en un asonante reclamo contra el joven que ultrajaba a la señorita en cuestión.
Después de eso lo único que recuerdo es a ella tapándome con su chaqueta blanca la cara mientras el desenfundaba un cuchillo, y yo llamaba a mis amigos quienes se aprontaban al baile nocturno de las puñaladas, y de entregarle la vida a cualquier hijo de nadie por nada, por todo, por lo mismo, por Colombia, por la fatalidad de nacer en esta tierra del olvido. Solo nosotros estábamos desarmados, y solo yo no podía ver, luego vino el calor en mi espalda, las figuras que se desvanecían en mi mente, la imagen de Luis corriendo tras mi agresor, la mujer haciéndole frente a los golpes que él le lanzaba sin soltar el cabello de Fabián que a su vez esgrimía argumentos carentes de Improperios y sobrantes de amabilidad, los restaurantes que cerraban sus puertas y los ruidos imperceptibles de la ciudad metiéndose por mis oídos como mil cuchillos más que venían a por mí.
Gracias a Luis fue capturado el delincuente en pocos minutos, y gracias a la policía puesto en libertad segundos más tarde, mientras yo me debatía la vida en el CAMI de La Perseverancia, donde para ser consecuente con la frase popular subí de a pie y bajé en ambulancia
No sé cuánto tiempo pasó, ni cuánta sangre perdí, ni cuántas veces recordé desde el asiento de atrás de una patrulla y luego de una ambulancia, lo mucho que dije que Colombia es el peor país el mundo para vivir y el más eficiente para morir, y cosas como esa, mientras evitaba mancharle las manos a mi amigo con la molesta tinta roja que brotaba copiosamente de mi espalda, saliendo a gruesos hilos entre mi camisa y un saco que compré años atrás en Quito, no recuerdo ahora la canción que empecé a cantar sé que era de Fito, quise acordarme del pasado, de cantar en una patrulla como una forma de no perder la libertad, quise un poco de güisqui cuando me pasaron a la ambulancia, pero eso solo ocurre en las novelas colombianas, me contenté con la lealtad de mis amigos y muchas, muchas luces rojas dando vueltas sobre mi cabeza y las voces de un par de estudiantes de criminalística, que alimentaban con mi herida el morbo de sus vidas, parafraseando lo que recordaban de Lombroso, era gracioso escucharlos, a medias luces, buscando esclarecer los hechos que tan claros estaban. Sí, la sangre es escandalosa, “el criminal es un tipo malo” que grandes estupideces dice Lombroso, cuando aquí todos sabemos que los criminales somos todos, y que los patrones que escribió sirven para nada a la hora de ver venirse contra la humanidad una hoja brillante que no importa ni repara en la cara del portador.
Luego fui trasladado al hospital donde nació mi novia, y me atendió una doctora caleña que atendía al mismo nombre de ella, Liliana Aponte. Me salvó la vida su acento a champus, y su tono a canela, el recuerdo de un sorbete de guanábana en la sexta a las dos de la tarde, me salvó la vida acordarme de Cali, de la iglesia donde me bautizaron, del Parque de la Caña y de los mayorcitos a la orilla del río, que cantan en las tardes las canciones de Goyeneche y Julio Jaramillo, me salvó la vida, las ganas de vivir, en este país hubiera sido cobarde morir de una sola puñalada, hubiera despertado risas en el velorio, y mis fieles amigos no hubieran tenido mucho tema de conversación.
Salí del hospital a las 5 de la tarde del día siguiente, pensado no se por que en mi piano, en las velas que dejé de encender, y en que tal vez aun no es el momento para dejar esta tierra colombiana de hampones y sobrevivientes, quizás deba hacer más cosas aun para que cuando muera o me largue pueda resistirle a los críticos y al olvido y por fin mis escritos sean tomados en cuanta como una confirmación de vida. Digamos entonces que la muerte estaba ocupada con los últimos quemados de la noche de las velitas, digamos entonces que no era mi momento que gané por doble u el partido, digamos que el autógrafo colombiano que me quedó en el dorso son los tres puntos que me cocieron, los mismos de los que habla Sabina, los puntos suspensivos, del amor o el odio, que en este país terminan siendo siempre la misma cosa.

Larry Mejía

2 comentarios:

NTC dijo...

“El joven poeta Larry Mejía, integrante del Negacionismo, último movimiento poético colombiano, fue la grata sorpresa en su debut lírico. Estos encuentros de escritores siguen siendo fuentes de paz. Así haya quienes se empeñen en condenarlos y en tratar de desprestigiarlos con arteras aseveraciones. Con ánimo político, casi siempre. “ (fragmento final)
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Intermedio. Por: Jotamario Arbeláez.
Estar en Venezuela
El País, Cali, Julio 08 de 2008 http://www.elpais.com.co/historico/jul082008/OPN/opi2.html
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Envió NTC, http://ntcblog.blogspot.com/

Anónimo dijo...

Que no muera el Negacionismo, lo necesitamos para hacer frente a esa caterva de poetas privilegiados...