viernes, 4 de septiembre de 2009

EL RESONAR DE LOS COLUMPIOS

y sin embargo he vuelto a casa,
no como el hijo pródigo
sino como el hijo de nadie.
Gonzalo Arango

Yo tenía necedades abundantes y bien puestas, como eso de soñar pájaros secos adornando las ramas secas de mi árbol seco, en plena fiebre por la primavera. Yo me quedaba en la esquina del salón de baile hurgándome la nariz y haciendo bolitas de erudiciones, vanidoso de mi soledad. Yo no hacía caso a las miradas ni a los reproches de los que habían aprendido a sonreír. Yo cerraba los ojos y sentía la savia correr en mi memoria, sentía ensamblarse en mí el oleaje, sin conocer el mar. Yo no solía sustentar mis obsesiones ni mis sueños, no sabía lo que era un pie de página ni una oración a Dios. Yo no necesitaba escribir para entretener la muerte. No necesitaba amar para enfrentar la muerte. Yo estaba solo, refugiado tras mi piel y mi extraña conducta, yo averiguaba de qué estaba hecha la vida cada día y no me costaba trabajo cada noche olvidarlo, quería parecerme al silencio. Yo no quería crecer, estaba cansado de tanto nacer. Según mis amigos imaginarios, yo era el más inteligente, el más haragán también. Yo los veía jugar, correr, cantar alegremente en sus inexistencias, pero yo no, yo quería ser como el silencio. Un día, me saqué los dedos de la nariz y dije en mitad de la cena “mamá, cuando sea grande yo quiero ser como el silencio”. Desde ese día tuve que escuchar las prédicas de “lo corto que es el tiempo” hasta el vómito. Me internaron en éste, que no soy yo (yo quería ser como el silencio), me dieron la bendición, las excusas y el miedo. Me hicieron prometer que no volvería jamás a jugar con esos niños sucios-invisibles, hijos de mí mismo. Me dieron un mundo hecho, le enseñaron, al fin, a sonreír a todas mis sospechas. Y cuando no soportaba más esta mentira, y tenía que vomitar la letra de “The crystal ship” por la ventana, o golpear el rostro de mi padre y correr a buscar un lugar donde llorar, lejos de la conciencia, me castigaron brutalmente con palmaditas en la espalda. Ya no volví a meterme los dedos en la nariz, ya no me sentía vanidoso de mi soledad. Todo se resumió de repente a escuchar susurrar las sombras de mi habitación e inundarme de canciones y de drogas. Huí de las garras de la realidad por un buen tiempo. Aun miro para atrás. La realidad es tan sólo la muerte disfrazada, y me puse en la tarea de desenmascararla: me autoproclamé revolucionario. Pero los revolucionarios hacían demasiado ruido, no querían ser como el silencio. Lo mismo los poetas y los psicópatas: Todos querían acreditarse ante la eternidad. Pero la eternidad era otra vez la muerte disfrazada. Me encerré entonces en una lejanía misteriosa, parecida a la locura, pero no llegué hasta la locura, porque para ese entonces la locura también era un cliché: cualquiera puede conseguirla, mezclando un poco de bazuco y ron de contrabando. Una noche desperté, y encontré al abrir los ojos el cuerpo de un niño sudando frío. Le toqué la frente para ver si tenía fiebre, y al primer contacto, me desperté invadido por la ciudad, caminando afanoso hacia una entrevista de trabajo, lleno de esperanza, seguro de mí mismo, con la mirada clara de los iluminados por Deepak Chopra, con la carta de recomendación en el bolsillo: Un día los enemigos de mis amigos imaginarios, imaginaron las multinacionales.


GESTICULACIONES QUE REMEDAN AL AMOR

Es el mundo enojado con mi risa
Alejandra Pizarnik


En las ciudades rondan noche y día páginas en blanco, arrastradas por el viento hasta que las deshace la lluvia. Y las personas hablan y hablan pero no dicen nada; van rodando por el mundo hasta que las diluye el tiempo. La tierra gira silenciosa en la inmensidad, y yo acá metido en medio de una minucia y su ruido sin sentido, su ruido de nadie. Los borregos sonríen ante el espejo, donde se acicalan su estupidez, sus esperanzas. Son como soldados desnudos que marchan hacia Dios comandados por el miedo. A mí me parece que el cielo es un vejestorio azul, que pronto exhalará su último aliento. Por eso fabrico trincheras en mi cama, me aprovisiono con palabras, licor, canciones y drogas; para cuando convulsionen todos los pájaros, y no quede tiempo de llorar, de correr o de arrepentirse. Pero no quiero mujer alguna en mi trinchera. Aunque pueden visitarme cuantas veces quieran, preferiblemente los sábados en la noche, y frotar su cuerpo contra el mío hasta que no salgan más pájaros de nuestras soledades. Luego deberán odiarme. Porque detesto ese amor que promulga, ese lugar en clase turista, donde viajan los que han ahorrado toda su vida a cuenta gotas, en ese cerdito plástico que les dieron por corazón; yo prefiero llegar al amor a pie y preguntando. Yo con los mapas, me pierdo. Las promesas de amor hacen cagarse de la risa a mis poemas. Tampoco tengo miedo a condenarme. No se puede condenar a un niño por no haberse lavado las manos, por robar flores del jardín del edén para dejarlas secar entre sus revistas de pornografía. He quemado los libros para revolcarme en la ceniza. He escuchado atentamente la llovizna, y degustado el olor del asfalto mojado, mientras todas las madres del mundo lloran desconsoladas como idiotas.


PEQUEÑA APOTEOSIS
(Léase bajo los efectos del tema “Small Apotheosis” de David Lang)

Parpadear. Quién iba a pensar que parpadear pudiera ser algo peligroso, una trampa. Pero ahí estaba ella, parpadeando. Y a uno que se le olvida por un momento lo que cuesta enamorar a la soledad por años, y zuas!... un parpadeo y ya no quiere uno estar solo nunca más. Quiere uno poder aparentar que no ha estado huyéndole a las sonrisas fáciles, combatiendo a Dios y al Capital, haciéndole la necropsia al amor. Pero no se puede, menos cuando ella sigue parpadeando, y tan cerca. Así que lo mejor es declararse ausente en el fondo de la ausencia de la gente que tanto ruido hace alrededor para no sentirse ausente, y guardar silencio mientras ella dice algo acerca del mundo y vuelve a parpadear. Si uno rompe el silencio se arriesga a decir alguna estupidez, porque uno está ahí, tratando de lidiar con su parpadeo y no puede pensar muy bien. Y así es, ella me pregunta algo sobre el mundo (parpadeando) y yo (que aún estoy a la espera de mí mismo) digo lo que cualquier imbécil diría, o no cualquier imbécil, un imbécil que ha estado combatiendo a Dios y al Capital y haciéndole la necropsia al amor, en vez de perfeccionar la sonrisa fácil y las frases de cajón que tanto divierten a las chicas. Y como diría Vicente Huidobro, la poesía es un atentado celeste, y uno se siente como un criminal, sabe uno que la ha cagado dejando ver que uno todavía es el niño que enterraba moscas en la tierra para que se convirtieran en arañas. El niño que se escondía bajo la mesa para que nunca lo sacaran a bailar. Ahora que se ha dado cuenta que no soy más que un niño, me tratará como tal, y ya no podré besarla esta noche… qué mierda. Pero es tarde para arrepentirse, ahora se sabe que soy un niño enamoradizo, y que las moscas, por más que se les quiten las alas antes de enterrase, jamás se convierten en arañas. Así que ella me mira con cara de “Dios no ha muerto y por el contrario es el asesor oficial de los más grandes capitalistas del mundo… ¿a ver culicagado?”. Cómo me arrepiento de haber leído a Marx, que de seguro nunca fue exitoso con las chicas. Pero qué le hacemos, no ando de turista por la existencia, ni mi alma es un souvenir, ni me tomo fotos para comprobar que la felicidad existía siquiera hace unos años. Yo ando evadiendo al resto, que se quiere apoderar de mí, y las chicas que me acompañaron en la fuga, en la búsqueda del olvido de mí mismo, se cansaron y se sentaron, y se quedaron sentadas. Yo no miré nunca atrás, porque de seguro parpadeaban, y me hubiera quedado allí sentado con alguna de ellas, como me pasa justamente ahora. No es la primera vez que estoy con una mujer hermosa, me digo, debo cambiar la estrategia. Debo mantenerla un tiempo lejos, para que sumergida en la distancia, y crea que este niño crece. ¿Debo luego hablarle de amor?... Caray, pero si lo tengo descuartizado sobre la mesa de autopsias de la razón. No, no, no… mejor no le hablemos de amor, de ninguna forma voy a resucitar a ese monstruo. Por un momento creo hallar la estrategia, así que la miro confiado a los ojos y… maldita sea, vuelve y parpadea, y sonríe y se arregla el cabello y… ¿cuál era la nueva estrategia? ¡Mierda! Sí, definitivamente sí. A Marx se le olvidó un cuarto tomo sobre el amor, que creo yo, es más peligroso que el mismo capital. Ella resultó ser todo un mercado celestial bursátil y yo con estas ganas de distribuirme por el universo hasta desaparecer. Me iré de pérdidas, me quiero ir de pérdidas. La invitaré algún domingo a escuchar algo de jazz, eso sí, con unas 20 gotitas de clonazepan en la cabeza, para poder lidiar con el efecto de su parpadeo, y lo más pronto posible, le escribiré un cuento breve, quizá como éste, para que se dé cuenta que el niño debajo de la mesa, por lo menos, sabe escribir.

TEST DE RORSCHACH

We're trying for something
That's already found us.
Jim Morrison

—Mira sus rostros y dime qué ves.
Yo veo alas de mosquitos apiladas meticulosamente. Tienen cara de nunca haber escuchado atentamente el viento. Tampoco creo que se hayan arañado con la hierba seca su dorso desnudo. No, definitivamente no. Tienen cara de haber estado muy ocupados ante el espejo.
—Mira ahora sus maneras y dime qué ves.
Ahora veo polillas alrededor de un foco fundido. Tienen cara de nunca haber olfateado el agua. Tampoco tienen cara de haber fumado telarañas. No, definitivamente no. Tienen cara de haber estado arrullando su miedo con el susurro del tiempo.
—Ahora, mira sus huellas y dime qué ves.
¿Sabe? Alguna vez soñé con sus huellas, doctor. Las seguí y me topé con una gran charca de vómito. Al acercar mi nariz, me di cuenta de que eran palabras. Palabras y sonrisas. Palabras de esas que usan los “hombres de palabra” y sonrisas de esas que usan las mujeres sin palabras. Vi niños caminando sobre la charca (al estilo de Jesús sobre el agua) tapándose la nariz. También alcancé a distinguir algunos antidepresivos sin digerir en medio del vómito.
Entonces, a la siguiente mañana me topé con esta sensación al despertarme, con estas ganas de sacudirme y perseguirlo todo, perseguir algo, no sé, cualquier cosa. Me levanté con el escalofrío de los dichosos. No se me pasó con una canción de Sonic Youth. Entonces supe que era grave, doctor. Supe que habían entrado en mí las primeras preguntas. No sé por dónde se colaron, pero ahí estaban aguijoneándome el frágil cascarón de mi silencio. Irrumpían en mí con la fuerza de la fe o del aburrimiento, y no se detenían en su estridencia; querían respuestas. Pero yo sé lo peligrosas que son las respuestas; basta con asomarse por la ventana un domingo en la tarde y ver lo que las respuestas han hecho con la gente. ¿Sabe, doctor? Yo de niño pensaba que las preguntas y las respuestas eran enemigas. Que nuevas respuestas mataban las preguntas antiguas y viceversa. Pero fíjese que no, ahí estaban esa mañana las preguntas exigiéndome respuestas… ¿Acaso serían preguntas suicidas, doctor? ¿Preguntas que acudían a mí por la eutanasia, por una respuesta?
Ahora que lo pienso mejor, tal vez yo no sea un paciente sino una mancha de esas del test de Rorschach, y habrá que preguntarle al mundo entero qué ve cuando me ve. Tal vez ese sea el significado de la charca de vómito en mi sueño: “Un mar de vómito interrumpe tus sueños”. Ahora todo está claro, ya no hay preguntas ni respuestas en mi cabeza. Lamento haberle hecho perder su tiempo Doctor, espero que sus miedos no se hayan despertado. Yo me retiraré en punticas de pies, como parten las cosas que van hacia el olvido. Mejor, haga de cuenta que nunca estuve aquí, si es que estuve.
—Pero joven, aún no hemos hablado de sus serios problemas con la gente.
Doctor, tranquilícese. Voy a estar bien. Recuerde que soy una mancha. Ahora, por favor, retírese de la ventana, regrese a sus libros y déjelos seguir su paso ruidoso mientras desaparecen en silencio. Déjelos en su imparable prosperar de no nacidos, en su incansable cacería de días soleados. Deberían cansarse algún día de los días soleados. Cuando eso ocurra y vengan aquí a consultarlo, recomiéndeles el asesinato en masa.


VACAS Y ANFETAMINAS

Prefiero que la gente me recuerde por mi ausencia. Poder estar presente en todas partes como todas las ausencias. Prefiero que la gente no me hable, que no se acerque a contarme acerca de sus cosas vacías, de sus cotidianidades antipoéticas, que no se acerque a hablarme con vanidad acerca de sus almas calvas. Prefiero que la gente me mire como quien mira a un perro lleno de manteca deambulando a medio día. Prefiero una mirada de soslayo, un gesto de disgusto, a una sonrisa imbécil y una mano vacía que se agita en el vacío.
En otras palabras, prefiero la ausencia de la gente, prefiero las vacas y las anfetaminas.
Evito a toda costa la ternura en las mujeres. Esa empalagosa nimiedad que se te aloja en la médula y que te da ganas de ponerte a vomitar conejitos. Prefiero que todas las mujeres me odien. Prefiero amar a todas las mujeres. Prefiero pensar en nada a pensar en ti, o en qué ponerme mañana. Prefiero la tristeza muda de no tener nada extravagante en que pensar. Prefiero las mañanas ebrio que a tu lado. Prefiero la sombra del árbol a la luz del escenario. Prefiero que abras los ojos a que abras las piernas. En otras palabras prefiero no tener al amor de aliado.
Evito a toda costa la esperanza. Esa espantosa sensación de cuando Dios te acaricia las bolas. Prefiero que Dios exista en otra parte. En un lugar donde no pueda expulsarme del paraíso. Prefiero a las serpientes desnudas. Prefiero a Eva al carbón y con la manzana en la boca.
En otras palabras, prefiero la ausencia de mí. Prefiero las vacas y las anfetaminas.

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